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Allá por el 1897 se publicaba en Francia “Le Suicide: Étude de sociologie”, el primer estudio sobre el suicidio desde un abordaje sociologico a cargo del mismisimo Émile Durkheim (considerado el padre de la sociologia). A grandes rasgos, en su tesis afirmaba la necesidad de considerar al suicidio como un hecho social, entendiendo a hecho social como “toda manera de hacer, establecida o no, de ejercer sobre el individuo una coaccion exterior”, traducido como el poder de influencia que tienen las sociedades y las instituciones en las personas sobre la decisión de quitarse la vida. A propósito de éste, Durkheim establece 4 tipos de suicidios: altruista, egoísta, anómico y fatalista. A modo de sintesis, el suicidio altruista es consecuencia de la pasion, el suicidio egosita es consecuencia de la apatia y de la ausencia de apego a la vida, el suicidio anomico producto del disgusto y la irritacion, y por ultimo, el suicidio fatalista es resultado de la desesperacion. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) asciende a un total de 800.000 el número aproximado de suicidios por año, lo que se traduce a una muerte por esta causa cada 40’ (cuarenta minutos), siendo la segunda causa de fallecimiento entre personas de entre 15 y 29 años.

Situados en nuestro país, a mitad de año el Ministerio de Salud Pública (MSP) en conjunto con la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) dieron a conocer que Uruguay se encuentra situado en el puesto global número 22 con una tasa de suicidios de 21,39 cada 100.000 habitantes, constatando un total de 758 casos en el 2021, con un aumento del 25% en el primer semestre del corriente. En la misma línea, Pablo Hein, quien se desempeña como docente investigador de la Udelar y es además integrante del Grupo de Comprensión y Prevención de la Conducta Suicida en el Uruguay, señaló en una reciente investigación un crecimiento en los últimos años en la tasa de suicidios en hombres de 35 a 50 años y jóvenes de 19 a 24 años. Señala además, que el método más frecuente de sucidio en nuestro país es el ahorcamiento, dado en 7 de cada 10 casos, seguidos en menor proporción por suicidios por arma de fuego, ingesta de pastillas y salto al vacío. Otro dato relevante es que acompañando la tendencia mundial, es un fenómeno que se da en mayor grado en el medio rural del país. 

No escapa a ningún mortal, que este fenómeno se ha profundizado con la pandemia y sobre todo en adolescentes, lo que lleva a un cuestionamiento de las políticas públicas que deberían estar orientadas a la prevención y atención a esta problemática tan particular y que nos atañe a todos como miembros de una sociedad, pero más allá de las posibles valoraciones personales, los hechos recientes y trascendidos de forma pública, indican que un sector específico de trabajadores están siendo las principales víctimas de esta pandemia silenciosa: los trabajadores policiales. En lo que va del año 14 funcionarios policiales se quitaron la vida, dándose la particularidad de un total de 3 muertes en tan solo dos días, lo que ha encendido de un lado y del otro, las alarmas públicas en lo ancho y largo de la sociedad. No es novedad tampoco, que muchos actores sociales y políticos han restado gravedad a la situación, minimizando e incluso relativizando el hecho por intereses políticos y atravesamientos ideológicos que ven (vieron, ven y seguirán viendo) al funcionario policial como un enemigo declarado, un agente deshumanizado de un estado represor y vulnerador de derechos.

Hasta hace unos pocos años (hasta el 2018), la organización no gubernamental (ONG) Último Recurso (introductora de la Suicidología en el Uruguay, fundada por Pedro Frontini y Silvia Peláez en 1989) estuvo trabajando de forma coordinada con el Ministerio del Interior en la prevención de los intentos de autoeliminación y depresión en la fuerza policial, cesando su trabajo por falta de recursos y apoyo desde el propio estado, pasando desde entonces la tarea (que en los hechos no se cumple o es inexistente) a la Dirección Nacional de Sanidad Policial.

Hace nada más unos días atrás, la Dra Silvia Pelaez comentaba lo siguiente: “el trabajador policial tiene más riesgo de suicidarse en el Uruguay o en el resto del mundo que muchos otros grupos de otras profesiones”, agregando que: “el suicidio es un fenomeno especialmente masculino” a proposito de que “los trabajadores policiales son en su mayoría varones”. Señala además que los efectivos policiales: “tienen un monto de estrés, de estrés post traumático y de situaciones complejas a nivel personal, donde unas de las cosas que ellos nos contaban en nuestra intervención-investigación, era el dolor de ser discriminados muchas veces por la sociedad, por el ciudadano común, el ser llamados vehementemente para pedir ayuda y una vez que ayudan, son totalmente rechazados” agregando que  “otro problema que tienen es que no sienten que siempre que todos los profesionales de la salud de sanidad policial los comprenden”. Para finalizar, Pelaez hace especial énfasis en que “debería de hacerse una revisión hasta filosófica del valor que tiene en nuestro país el poder ser, el elegir ser policía o el tomar el cargo de policía y desde todo su contexto, y esa persona que a lo mejor estuvo expuesta a ser otra cosa, sin embargo tomó el camino de la ley, eso es algo que aprendimos con ellos en nuestro trabajo”.

Y si esto fuera poco, Patricia Rodríguez, presidenta de SIFPOM, hacía alusión en el programa “Esta Boca es Mía” a las dificultades que debe afrontar un trabajador policial ante una descompensación emocional, desde la espera durante lapsos extendidos en el tiempo para ser atendidos, la atención inmediata que pueden recibir por parte de un psiquiatra en la emergencia de sanidad policial, y el costo que supone para el propio efectivo que es el ser desprendido de su arma de reglamento con las implicancias que trae ello consigo: la imposibilidad de trabajar tras una certificación, la pérdida económica que supone para el trabajador (haciendo a un lado el hecho del bajo salario que perciben), el desprestigio que supone para la propia fuerza el estar descompensado emocionalmente bajo una tonta premisa que supone o pretende atribuir facultades de inmunidad psicológica cual superheroes de comic, o lo que es peor, el propio señalamiento por parte de pares y autoridades de la actitud negativa de ese trabajador al certificarse “afectando” y “complicando la operativo”, siendo visto como “un mal compañero”.

Resulta alarmante, triste e indignante, el peso con el que deben cargar quienes están a cargo de la preservación del bien público con la implicancia del contacto permanente con el peor lado del ser humano, con la miseria de la sociedad ¿no es acaso un grito ahogado en el silencio? ¿no es acaso el prejuicio negativo por parte de la sociedad un componente decisivo y de peso? ¿no hablar del tema solucionará mágicamente el problema? ¿seguirán sumidos en la inercia negligente las autoridades de turno? ¿seguiremos proyectando esa idea de trabajadores de clase A y de clase B? ¿Es este en definitiva, el costo de elegir ser policía? Como siempre, son más las preguntas que las respuestas…


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