
Porqué la tecnología (por si sola) no podrá salvarnos
Existe una batería muy diversa de indicadores para medir el progreso de una civilización. Por lo general las estadísticas hacen énfasis en las dimensiones económicas y sociales. El PBI, la igualdad de género, la tasa de desempleo, la esperanza de vida, son algunos de los conceptos que utilizamos para evaluar el desarrollo de las naciones.
En las últimas décadas hemos visto un avance sin precedentes en estos aspectos. Las economías del mundo han florecido, la pobreza ha disminuido notoriamente y se mejoró la calidad de vida de las personas a nivel global. Los avances tecnológicos en medicina nos permitieron derrotar el principal responsable de las muertes del período preindustrial, las causas naturales, extendiendo la esperanza de vida global de 29 a 71 años.
Habiendo triunfado en la eterna batalla contra la muerte, produciendo así un aumento vertiginoso de la población mundial, también hemos modificado nuestros estilos de vida. La misma tecnología que nos mantiene vivos ha creado fortalezas de cemento donde las personas pueden estar al resguardo de los peligros de la naturaleza. Más del 80% de las personas vive hoy en día en ciudades, inmersas en sus rutinas y rodeadas de artefactos diseñados para nuestra comodidad, ajenas a bestias salvajes, inclemencias del tiempo, falta de alimentos o cualquier otra amenaza de origen natural.
Pero ¿Cuál es el costo?
Los invito a repasar otro conjunto de estadísticas. En la modernidad las principales causas de muerte son enfermedades cardiovasculares y cáncer, consecuencia de hábitos poco saludables incentivados por la economía moderna, que han aumentado considerablemente con el paso de los años. La salud mental de las personas también se ha deteriorado, el porcentaje de personas que sufren de trastornos emocionales también viene incrementándose al mismo ritmo. Vivimos más años que nunca, ¿Pero vivimos mejor?
Cómo la mayoría de las personas de mi edad y nivel socioeconómico crecí en un ambiente donde todo giraba en torno al trabajo. Desde muy chico obedecí a los mayores, estudiando y cumpliendo con el “deber”, con la promesa de que en el futuro todo ese esfuerzo rendiría sus frutos. Cuanto más crecía y más me involucraba en el mundo laboral más dudaba de sus maravillas. Mi vida adulta se convirtió en un círculo vicioso donde dedicaba la mayoría de las horas de mi día trabajando bajo mucha presión, ansiando el momento en que llegara el fin de semana para relajarme en un cómodo sofá mirando alguna serie en la TV o scrolleando por horas el feed de una red social, incursionando en salidas nocturnas para probar la última moda en cocktails o deleitándome con un delicioso manjar de un fino restorán, todo gracias a las largas horas de trabajo. Conforme pasaba el tiempo me fui dando cuenta de que nada de eso me hacía feliz. La ansiedad, el stress y la depresión producto del trabajo eran cada vez más intensas, y las distracciones del fin de semana no solamente fallaban en consolarme, sino que cada vez las experiencias resultaban menos placenteras, expandiendo el vacío que sentía en mi interior.
Hace un tiempo ya que hago oídos sordos a las personas mayores que yo y dejé de pensar en mi futuro, enfocándome ahora en mi presente. Gracias a la ciencia y la tecnología, hoy en día podemos hacernos una imagen detallada de lo que los años venideros nos deparan y el panorama no es nada alentador. La crisis climática está lejos de resolverse y toda la evidencia apunta a que los milagros de la tecnología no podrán salvarnos. El deterioro ambiental es un reflejo del daño que nos hacemos a nosotros mismos. Al igual que con el cuerpo humano, los avances tecnológicos podrán extender la llegada de “la muerte” por algunos años, creando la ilusión de que en la superficie todo se encuentra bien, pero escondiendo debajo una bomba de tiempo y además aumentando la magnitud de su explosión.
Cómo dijo Einstein: no se puede resolver un problema usando el mismo método por el que fue creado. En lo personal comprendí que la felicidad no se encontraba en lo material. Abandoné mi trabajo corporativo y modifiqué mis costumbres. Ya no invierto tanto dinero en placeres y me preocupo más por mi salud mental y emocional. Es necesario revisar la forma que tenemos de vincularnos con la vida. El trabajo no debe ser un medio sino un fin y mi cuerpo es el único que jamás tendré y es fundamental cuidarlo y protegerlo, incluso de mí mismo.
¿Será posible extrapolar estos conceptos y aplicarlos a nivel político? ¿Será posible modificar el vínculo que la sociedad tiene con la economía y con el planeta Tierra? ¡Si lo es! Existen algunos países que si bien forman parte del orden político moderno se encuentran fuertemente influenciados por sus raíces culturales. Por ejemplo, la agenda política del estado de Bután, donde la filosofía budista es pilar fundamental del gobierno, utiliza índices de felicidad, en vez de económicos, para medir su grado de desarrollo. La constitución de Ecuador concede a la naturaleza, también conocida como Pachamama por las comunidades indígenas que allí habitan, una categoría jurídica, amparándola bajo los mismos derechos que poseen los ciudadanos de su territorio.
Las antiguas civilizaciones no eran capaces de fabricar autos, enviar mensajes de texto ni viajar al espacio, pero poseían un conocimiento valiosísimo que muchos de nosotros ignoramos, sabían cómo vivir. Quizás sea hora de quitarle el polvo a todos esos libros sagrados que despreciamos por sus incongruencias e integrarlos a los códigos de derecho modernos, adaptando correctamente su contenido. La espiritualidad forma parte de la naturaleza del ser humano, creer en algo superior nos ordena ya que nos otorga un propósito, y el evangelio del dinero ya mucho daño ha causado. Hasta que no dejemos de darle tanta relevancia a conceptos como la propiedad, la industria y el comercio, y empecemos a preocuparnos por lo que de verdad es importante para nosotros, la salud y el bienestar, no seremos capaces de seguir progresando.